Sábado 20 de abril de 2024
20 MAR 2019 - 20:23 | Sociedad

El duro testimonio de una dolorense que fue abusada en General Guido

La víctima tenía entre 12 y 14 años. Ahora pudo contarlo.

Cuando fue abusada tenía entre 12 y 14 años.

Una joven dolorense escribió en su cuenta de Facebook un duro relato en el que cuenta cómo fue abusada cuando tenía entre 12 y 14 años. Un hombre de su círculo cercano la manoseó en el contexto de una cena familiar, en General Guido. 

Años más tarde ella se animó a contarlo y con la ayuda y el amor de sus allegados y terapeuta pudo comenzar a sanar la herida.

Hoy se viralizó su historia, que ella misma contó en su perfil de Facebook. A continuación el relato:

Me resultó un poco complicado redactar esto. A mí, que tanto me gusta escribir, que tanto me gusta que a la gente le agrade... No creo que lo haga de diez, pero lo suelo hacer con el corazón. 
Y el problema, creo, que radica acá: ¿cómo se puede hablar desde el corazón, o desde el alma, cuando a ésta le fragmentaron y profanaron una parte? Y hablo de nada más, y nada menos, que el fin de la infancia.
La infancia es la que alimenta el alma y la constituye. La transforma y yace de valores, de recuerdos, de vivencias y emociones. Tal vez, esa fue la parte que más me costó aceptar de todo esto, que sea algo que me constituye. Puedo decir que hoy lo acepté. Puede que no me haya quedado otra.
Hoy puedo decir que lo acepté, lo elaboré, lo digerí. Y no fue fácil. En lo absoluto. Fueron tres años de terapia en los que me refugié en las palabras de mi psicóloga. En los que le llené el escritorio de lágrimas, y los oídos de “por qués”, en forma de preguntas y de respuestas.
Me refugié en la primera persona que me sacó las palabras de la boca, mi novio. Un día, después de la revolución que se armó con las palabras nefastas de Gustavo Cordera, cito: “Hay mujeres que necesitan ser violadas para tener sexo”. Leí una de las tantas publicaciones que se hicieron en repudio a este tipo. No lograba explicar por qué me arrancaba tantas lágrimas de dolor, calaba hondo cada una de las emociones de una persona que sufrió una violación. Sin embargo, yo estaba segura de que no había sido violada.
Al correr los días, y con las mismas emociones, se lo comenté a mi novio. Inmediatamente empezó a interrogarme, se preocupó. Entre muchos “no me acuerdo”, “no sé” y “creo que no”, logró sacarme de la boca un: “bueno. Puede que algo así, pero no sé si tanto”.
Entonces empecé a contarle.
Hasta el día de hoy no sé especificar la edad en la que me ocurrió todo. Solo sé que yo tenía entre 12 y 14 años. Esto se debe a que mi cabeza intentó suprimir todo por años, supongo que para protegerme. Eso me dijo la psicóloga. Eso me dijo mi entorno. 
En esa época, cualquiera que me conozca, sabe que hice voley. De hecho, practiqué este deporte hasta hace unos años. 
Destaco esto porque esa noche yo estaba con la indumentaria del deporte. Tenía jogging, remera y zapatillas deportivas.
Mis viejos me pasaron a buscar por el club donde entrenaba, y me dijeron: “Vamos para Guido, estamos invitados a una cena, te bañás a la vuelta”. Yo no tuve problema, tal vez, sí un poco, porque me aburría. 
Emprendimos viaje, y una vez allá, entramos en la parrilla de la casa de quienes serían mis tíos segundos (ella, prima hermana de mi mamá, él, su esposo) y mis primos segundos (hija e hijo). Familia conocida en el pueblo de Guido. Él, canoso.
La cuestión es que me aburría, como ya había mencionado, y junto a mi hermana más chica, le preguntamos a uno de mis primos segundos si podíamos usar la computadora para jugar jueguitos. Cualquier cosa que pediría una nena de mi generación. Nos dan el “ok”, así que, entramos a la casa. La computadora se encontraba, entonces, en el altillo de la casa. La escalera que está en la cocina-comedor, nos llevaba allí. 
Una vez arriba, para no pelear con mi hermanita, designamos turnos. Un rato una, y otro rato la otra. Jugué mi turno, luego ella. Volví yo, y para cuando ella vuelve, alguien estaba subiendo las escaleras. Mi tío segundo (político) dueño de casa, oriundo del mismo pueblo, se acercaba con toda tranquilidad, subiendo la escalera. Yo creí que nos comunicaría que la comida estaba lista, que nos estaban llamando a bajar a la parrilla, o cualquier cosa que implicara un intervalo del juego con mi hermana.
No fue así. Este sujeto decidió sacarme una conversación cualquiera, “tipo”, de charla, desde el fin de las escaleras por unos segundos. Hasta que, pronto, se sentó a mi lado. La computadora estaba en un rincón del altillo contra una pared, y enfrente de ella, había una cama (de dos plazas, si mal no recuerdo). Como yo estaba esperando mi turno, estaba sentada en el borde de la misma.
Así que ahí estábamos, yo sentada al lado de quien, en un futuro, llamaría “mi abusador”.
La charla prosiguió, de una forma inusual. Él continuó preguntándome por voley, ya que llevaba la indumentaria. Yo contestaba. La última pregunta que me hizo, antes de que me quedara en absoluto silencio, fue si “el voley me contracturaba mucho”. Respondí que sí, pero que “era algo normal”.
Sin preguntarme, sin consultarme, sin más preámbulos, empezó a hacerme masajes en los hombros. Para entonces yo ya estaba rígida, y sin hablar. Mi hermanita seguía de espaldas, jugando.
Prosiguió con los masajes, en los hombros, los omóplatos, las dorsales. No estoy segura, pero repitió el procedimiento unas dos veces más, por encima de la remera. Yo en shock, sin hablar. No estaba entendiendo.
En medio de los mismos masajes, llevó sus manos hacia mi abdomen, pero debajo de la remera. Posterior a eso, sacó las manos por encima de la remera, nuevamente hacia la espalda, y luego hacia el abdomen. Directamente empezó a tocarme los pechos. “¿Qué pechos?” me pregunto siempre, porque a esa edad apenas estaba desarrollada. Pero sí. El muy enfermo, con alrededor de cuarenta años, podía ver pechos en mí, podía ver un ser sexual, e inclusive, el hijo de la re mierda, podía estimularse pensando en eso, y en esto que me hizo. Me tocó los pechos por encima de la remera, por debajo de la remera, pero encima del único corpiño que tendría. Estuvo así, tocándome un tiempo. ¿Cuánto? No sé. Para mí fue eterno. Aunque, honestamente, no entendía qué estaba pasando. Porqué me hacía eso. Qué se suponía que tenía que hacer yo. No supe, no hablé, no pude hacer nada.
Así como me manoseó, se retiró del altillo con toda serenidad. Quedándome totalmente perpleja y rígida. 
Desconozco que más hice esa noche. Lo borré totalmente de mi mente, de forma inconsciente creo. 
Solo sé que no hablé de esto con nadie. 
Hasta que, años después, una persona me interrogó al verme conmovida por una publicación de las tantas “feminazis” que muchos odian.
Se empezó a descongelar lo que me psicóloga llamó: “freezer”. Toda la podredumbre de hace años se estaba haciendo notar.
Se hacía notar cuando volví a hablar del tema y no era mi “yo del presente” la que hablaba, sino que era esa nena a la que habían abusado. La que lloraba, la que temblaba de miedo. La que no sabía cómo contárselo a su familia y que comenzara el desmembramiento familiar.
La vida me terminó forzando a contárselo, por primera vez, a mi hermana mayor, y posteriormente, a mi mamá. Después de la fiesta de 15 de mi hermanita, mi mamá se acercó a preguntarme cómo estaba, ya que me notaba enojada y verborrágica. Claro que todo esto fue el resultado de haberme vuelto a cruzar a la basura inmunda de mi abusador en la fiesta. 
Mi mamá lloró. Sufrió. Creo que esa noche durmió poco y nada. Pero respetó mis tiempos, y lo fue hablando con las personas que yo le autorizaba, de a poco.
No era fácil para mí. Empezamos a tomar distancia con una parte de la familia. 
No estaba sanando un carajo; se removieron cosas.
Se removieron sensaciones, ruidos, ascos. Iban con miedo en la calle. Me intimidaba la sexualidad. Escuchaba esa espiración como congestionada nasal, desagradable, vomitiva. Sus dedos, para mí, putrefactos, sucios y llenos de otros abusos sexuales. No dormía por la prolongada sensación de ansiedad (por la cual fui medicada unos días para bajar un cambio).
Me costaba mirarme frente a un espejo y reconocerme como mía. Que este cuerpo, estos pies, estas manos, este pelo, e inclusive estos pechos, que aún veo chicos, son pechos, en fin, y son míos. Y soy dueña de la decisión de quién quiero que me toque, me abrace o baile conmigo. Soy todo una, soy mía y de nadie más.
Pasó un año completo para poder hablarlo con mi papá. No podía mirarlo a la cara. Todavía sentía culpa. Sentía miedo aún.
Eso un día se terminó.
Las cosas toman su rumbo, y en el 2018, hace un tiempo, un chico que es de Guido escrachó a este macho. A partir de entonces, se terminó su impunidad. Esa noche yo sentí la identificación que me faltaba para entender que no había sido yo sola, sino que éramos más. Y cuántas más. 
Entendí que éste era el envión que me faltaba para ir por todo.
Hoy sé que somos muchas. Sé que no fui yo sola. Sé que hay más. Nos encontramos con esas “otras”, nos contuvimos, nos unimos, nos fortalecimos.
Y si llegás a leer esto, pedófilo inmundo, quiero que sepas que ya no soy una nena. Que el dolor ya me curtió la piel y el alma. Que las heridas sanaron. Ya no soy una nena vulnerable. Ya no me callo más. Pero, ¿sabes qué? Vos seguís siendo exactamente el mismo cobarde, la misma basura. Y hoy te toca ser vulnerable a vos. Legalmente ya lo sabés, estamos yendo por todo. No tenés más poder sobre nadie, ya no sos el monstruo fuerte (o dementor, como soñé una vez) al que temía, que me intimidaba. 
Hoy vos nos tenés miedo. Hoy sos vos el vulnerable, el roto, el demacrado. 
Hoy me toca SER LIBRE, por fin. Ya no estoy atada a esa culpa, a la vergüenza de haber sido abusada, al horror de admitir que alguien tuvo poder sobre algo que es mío. 
Ya no me ahogo en lágrimas, estoy sanando por fin. Y esto se lo debo al feminismo. Sin el feminismo yo no hubiera hablado, ni estaría haciendo esto hoy. Y ni hablar del apoyo fundamental de mi familia, mis amigas y mi novio. 
Hoy entiendo que sos la única persona culpable, que el único que debería sentir vergüenza sos vos, y que el único que tiene que tener el alma rota sin poder sanarla, SOS VOS.
Hoy no me asustas. Me das, aún, más asco. Y ese asco es completamente proporcional al coraje que tomo cada día. 
Hoy soy una mujer que grita, y que solo quiere que todas las que fueron violentadas (por vos, y por otros) griten; con furia, con dolor, con asco o con energía. Pero que griten... solo así se sana. 
Y acá estoy, gritando lo que me falta. Acá, dejo en estas letras, la parte rota de mi alma, el final de la infancia que destruiste. Algo que ya no me pertenece. Porque te pertenece a vos: es tu cruz, y lo va a ser por el resto de tu miserable y patética vida.
#MiraComoNosPonemos 
Nos quiero vivas, libres, empoderadas y gritando.