Viernes 26 de abril de 2024
16 MAR 2021 - 08:50 | Opinión
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Un día en la vida de Dios

Random House reeditó Un día en la vida de Dios, la novela histórico-pop en la que Martín Caparrós describe cómo los hombres fueron creando y refinando su cuento más extraño: que había dioses. Aquí reproducimos las primeras páginas del libro.

En “Un día en la vida de Dios” Caparrós explora una nueva forma de pensar el romance de los hombres con sus dioses.

Otro: en estos días, además de El Hambre, apareció también la reedición de Un día en la vida de Dios, novela histórico-pop que publiqué por primera vez en 2001. Cuenta, a través de diez momentos de la historia, desde las cavernas hasta la invención de la bomba atómica pasando por el Antiguo Egipto, Grecia, Roma y compañía limitada, cómo los hombres fueron creando y refinando su cuento más extraño: que había dioses.

Así que nada, un disparate, que empieza más o menos así:

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Dios no podía dormir, esa mañana, y ni siquiera lo sabía. No era que estuviese nerviosa: era que no sabía. Si hubiese conocido esa manera moderada de no ser que los bichitos, unos siglos, unas horas después, empezarían a llamar sueño, otra habría sido la historia de su día. La ignorancia de Dios siempre tuvo terribles consecuencias.

Dios no podía dormir porque nunca había dormido. Unos siglos, unas horas después, cuando ya había hecho hombres, verlos dormir –y, sobre todo, despertarse– le daría la suficiente curiosidad para intentar un sueño. Pero entonces no lo conocía, y no pudo apetecerlo. Es más: no es seguro que la palabra apetito tuviera algún sentido para ella. O incluso: visto lo que había hecho hasta entonces, es dudoso que ninguna palabra tuviera sentido para ella.

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Dios solía quejarse de que le había tocado un universo de segunda, pero no era verdad: tuvo los mismos recursos que todas las demás. Nunca nadie pretendió relegarla: la Corporación respeta la igualdad de oportunidades y, además, no le conviene maltratar a los suyos. Cada vez que decide empezar un universo nuevo, la Corporación produce una oficial y le entrega las mismas herramientas: una parva de materia primaria, la dosis necesaria de energía y toda la información disponible sobre los universos ya creados. La Corporación es la primera interesada en que cada nuevo universo sea mejor, más eficiente que los anteriores.

Se espera que cada oficial, cuando encara la producción de un universo, muestre en él sus matices, sus intereses y sus innovaciones: hay tantos universos como oficiales los producen –y son, en este momento, 1.311. Pero los caminos principales, los modelos, siempre han sido dos. Están las que deciden invertir sus recursos de masa y energía en la creación de un sistema complejo, compuesto por muchas formas muy diversas: es la solución más conservadora –más cobarde–, la que apuesta a que tal diversidad permitirá la existencia de cuerpos y espacios buenos, regulares y malos, es decir: que, entre una cantidad regular de fracasos, casi seguro aparecerán algunos éxitos, y todo se compensará. Y están las arrojadas: las que invierten todo su potencial en una forma única. Es riesgoso: se la están jugando a un solo tiro, pero si lo aciertan pueden producir universos al borde del milagro.

Dios no era de éstas. Dios –llamémosla Dios, como empezaríamos a nombrarla más tarde, aunque su verdadero nombre siempre fue  – era, al principio, una oficial ñoña, timorata: una de tantas. Así que se decidió, sin mucha reflexión, por el modelo más común, el más probado: usar la energía provista para hacer explotar su masa de materia.

Una explosión de ésas es muy linda de ver. Hay que estar muy atento: todo sucede en un tiempo tan breve. De pronto, un espacio que antes no existía se conforma: un espacio nuevo, vacío, lleno de sí, donde todo es posible todavía.

Aunque no tanto: el vacío suele llenarse parecido. En rigor, sabemos que ese espacio está vacío durante una fracción de tiempo, pero no llegamos a verlo. Lo vemos porque sabemos que lo está, pero no lo vemos porque al verlo ya se está llenando de toda esa materia en expansión: polvito y gases que se van convirtiendo en estrellas, asteroides, planetas, galaxias, nebulosas, cometas, quásares, agujeros negros: un universo más. Es grandioso: el momento en que en verdad vale la pena ser oficial de la Corporación.

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Dios, al principio, era casi tan nueva como su universo: recién hecha. La producción de una oficial es un procedimiento largo, mucho más difícil y riesgoso que generar un universo.

El proceso es preciso: la cantidad de materia necesaria, las fuentes de energía, la información que hay que integrarle se han estudiado tanto. Está claro, por ejemplo, que las oficiales deben ser todas bolas: es la forma más perfecta, la que no supone ningún despilfarro de materia. Aunque, por supuesto, cada oficial tiene la posibilidad de transformar la materia de su cuerpo en lo que necesite, en lo que cada situación particular pueda exigirle. Pero en el día a día lo que mejor les resulta es la bola. La forma bola, además, facilita sus movimientos: en general una oficial no tiene por qué moverse mucho, pero moverse no le cuesta nada. Cada bola-oficial está cribada de conductos de comunicación: ojos y oídos simultáneos, para controlar el desarrollo de su universo.

El modelado no tiene peligros; todo se complica cuando hay que cargarles la información: experiencias, saberes, mecanismos de decisión, objetivos, nostalgias, modelos a emular. El proceso, queda claro, está reglamentado hasta lo último pero, por más cuidados que ponemos, nunca llegamos a controlar todos los detalles. Siempre hay alguno que se nos escapa: es enojoso y es, también, indispensable: sin esas fugas, las oficiales serían todas iguales y los nuevos universos serían, inevitablemente, remedos de los anteriores. No deben serlo; aunque, a veces, vistos ciertos resultados, sería tanto mejor que sí lo fueran.

Cada universo es una puesta en escena, muy amplificada, de lo que conseguimos con cada oficial: el universo de Dios era tan chocarrero como ella.

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La vida de nuestras oficiales parece, a qué negarlo, rutinaria. Están hechas para sus labores, y viven para ellas. Saben que el trabajo de mantener en buena marcha su universo es infinito: a menos que una oficial se equivoque mucho, muy grosero, lo va a seguir haciendo para siempre. Sólo si sus errores son tremendos la ponemos en disponibilidad y se pasa el resto de los tiempos repasándolos, revolcándose una vez y otra vez en su caída. No solemos hacerlo, porque es un castigo demasiado costoso: los anales sólo recuerdan siete casos, los siete casos ejemplares.

Cada nueva oficial tiene que integrarse a la Red: el tejido de las 1.311 agentes con universo a cargo. La Red no siempre es fácil: hay envidias, engaños, alianzas, truquitos, zancadillas. La Red no supone encuentros: se trata más bien de conexiones. Nuestras oficiales sólo se reúnen en las situaciones más extraordinarias: de hecho, no hay nada que preocupe tanto a nuestro equipo como la convocatoria a un mitin general. Pero suelen conectarse para ver quién está haciendo bien qué cosa, quién mal qué, a quién vale imitar, quién despreciar, contra qué mala praxis se puede comparar la propia para hacerla pasar por más brillante. La Corporación necesita este clima: sin él, nada mejoraría.

Es cierto: la vida de nuestras oficiales puede parecer rutinaria. Sólo la azuza la importancia del trabajo que realizan: hay pocas cosas que se comparen con la enorme satisfacción de florecer un universo –muy pocas, y es mejor no precisarlas. La satisfacción, el justo orgullo de la tarea bien hecha es su motivo principal; está también, es cierto, la sombra del Tablero. Nadie quiere estar en los puestos más bajos del Tablero: el Tablero se actualiza todo el tiempo y toma en cuenta, para sus puntuaciones, la opinión de todas las agentes. No necesitan comunicarlas: el Tablero las recibe aunque ellas no lo hagan. Las que ocupan los últimos puestos del Tablero no tienen represalias que temer: sólo reciben el lógico desprecio. Las que ocupan los primeros, en cambio, pueden esperar mejoras importantes. Yo mismo fui, en algún momento, una de ellas.

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Dios siempre había ocupado puestos mediocres del Tablero, pero en los últimos tiempos estaba perdiendo muchos puntos, y bajaba. Su universo había empezado, queda dicho, con la suficiencia banal del modelo más clásico: un conjunto de millones y millones de cuerpos y espacios celestes en ligera expansión, sin conflictos engorrosos ni logros importantes. Pero aún dentro de este marco módico hay universos que se permiten destellos de elegancia o innovación que los destacan, que los justifican; el universo de Dios era pesado, previsible, todo muy 3,14: puro gas, piedra y fuego, órbitas obvias y relaciones sin sorpresa.

Dios era, ya queda dicho, una oficial sin gracia. Pero, para su desdicha, tenía la pequeña lucidez necesaria para saberlo. Y, en algún punto, una ambición que nada en ella podía justificar.

Hacía su trabajo. Una vez que un universo está en marcha, su mecánica general no suele presentar grandes problemas: funciona sola. Entonces las oficiales se instalan en ese ritmo y pasan su tiempo recorriendo sus rincones. Las reglas mandan que empleen un día para cada cuerpo celeste: así, en los universos clásicos, pasan millones y millones de días hasta que pueden completar un giro.

Aquella mañana, cuando no podía dormir, Dios tenía por delante una jornada relativamente fácil: debía ocuparse por segunda vez del desarrollo de un guijarro lejano, uno de los satélites de una estrella menor en un sistema nebuloso marginal: el planeta tercero del sector . Nada serio, un pedrusco minúsculo, del tamaño de cualquiera de nuestras oficiales. Pero la fuerza de la Corporación se basa en considerar que no hay tarea pequeña.

Dios estaba molesta, esa mañana. El día anterior había recibido la noticia de otro descenso en el Tablero y se desesperaba, y no daba con el modo de detener su decadencia. Si hubiera tenido la posibilidad de un buen sueño su humor se habría recuperado sin grandes consecuencias o, al menos, dormida, no habría tomado tantas medidas defectuosas. Pero no: decidió dedicarse de lleno a su trabajo.

El planeta tercero no le interesaba, era una partícula insignificante y primero pensó en despacharlo lo antes posible para pasar a ocuparse de cuestiones más serias. Después, enfurruñada, se le ocurrió que quizás su propia falta de importancia fuera una oportunidad para experimentar, para ver si podía hacer algo que le trajera por fin el reconocimiento que, con base tan dudosa, creía merecer.

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