Sábado 07 de diciembre de 2024
06 APR 2021 - 11:22 | Opinión
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618.127 días después, la nueva columna de Martín Caparrós

“Hace un año el vicario papal de Roma ordenó cerrar sus 900 iglesias. Ante la peste no hubo misas y procesiones sino distancia social para que los fieles no se contagiaran. La ciencia se impuso a la superstición en su propia sede. ¿Fue un cambio de época?”, plantea el escritor.

“La idealización del pasado siempre produce presentes aún peores que ese pasado idealizado” postula Caparrós a propósito del el triunfo del talante conservador en la pandemia. (Foto: cháchara.org)

No parece que tengamos mucho que celebrar, últimamente. Y sin embargo desperdiciamos las pocas oportunidades que aparecen. Este viernes 12 de marzo, por ejemplo, se cumplió un año de aquel día, y hubo pocos festejos.

El 12 de marzo de 2020 era jueves y los diarios hablaban cada vez más de esa plaga que llegaba de China y estragaba, por entonces, el norte de Italia. Pero solo algunos retomaron la noticia del día: el cardenal Angelo De Donatis, vicario papal de Roma, autoridad pomposa, acababa de ordenar el cierre de las 900 iglesias de su capital porque “el Señor nos pide que contribuyamos a la salud de todos. Por desgracia, ir a la iglesia no es distinto de ir a cualquier otra parte”, dijo. “Hay riesgo de contagio”. Quizá no supo que estaba haciendo historia.

Hasta ese día, durante quince siglos, la reacción más inmediata de Roma –y el resto de Occidente– frente a plagas o catástrofes o guerras consistía en pedirle a su dios disculpas y clemencia. Esas desgracias eran castigos que su dios les mandaba cuando se habían portado mal, y entonces los castigados salían en procesión, paseaban virgencitas y torturados varios, se hincaban a rogarle que los perdonara. Le decían que lo habían entendido, que no fuera tan fiero, que era justo pero ya alcanzaba. Suena –puede sonar– a cuento para niños: fue el discurso oficial de eso que solemos llamar nuestra civilización durante los 618.127 días –y una sola noche– que pasaron desde aquel viernes de octubre de 327 en que el emperador romano Constantino dijo que in hoc signo vinces y adoptó la cruz como su símbolo, justo antes de una batalla que le daba miedo, hasta el 12 de marzo del año pasado.

Durante esos cientos de miles de días, durante esos 1.693 años, ese dios decidía y definía. Era el mismo que ponía reyes cuando había reyes, hacía quemar sabios cuando había sabios, hacía empalar putos cuando había putos, y esas cosas. Era el que manejaba el mundo entero; por eso, si algo terrible sucedía en él, había que ir a pedirle que reconsiderara. Y así fue hasta el 12 de marzo del año pasado, cuando no solo no hubo ruegos; para más inri, sus gerentes cerraron los lugares donde esos ruegos suelen suceder para que los rogadores no se contagiaran.

Ese día algún guasón con aires clásicos le podría haber dicho a cualquier doliente que “buscas a Roma en Roma, oh peregrino,/ y a Roma en Roma misma no la hallas”. Pero los guasones, últimamente, se privan de citar a Quevedo. Y los curas también; más ese día en que, en lugar de encabezar procesiones y misas y súplicas, sus jefes se allanaron al dictado de la técnica.

Es uno de esos gestos que parecen pequeños pero que, bien mirados, pueden ser el síntoma perfecto de un cambio radical. En esa decisión casi administrativa, la ciencia se había impuesto a la religión en su lugar más consagrado: allí, en su propia capital, había acabado con un orden de siglos y siglos. Quizás alguna vez esa fecha sea un hito, la marca de un final tan demorado: 12 de marzo, uno dos tres, un día divino.

O quizá no. Nos hemos vuelto un fresco primitivo: hordas de enmascarados, señoras y señores con un trapo tapándonos la boca, forajidos de nada, asustados con telitas de miedo. Pero esperamos cosas buenas de las malas. “No hay mal que por bien no venga”, dice un viejo refrán castellano que nunca entendí, y que explica mejor la versión de Mateo Alemán: “No hay mal tan malo de que no resulte algo bueno”, escribió en su Guzmán de Alfarache.

Nos hemos acostumbrado, para sobrevivir, a esa visión tontoptimista de este año de mierda y quizás este reemplazo simbólico de la religión por la ciencia sea el mejor aliciente para sostenerla: lo mejor que nos habrá pasado gracias a la peste. El problema será –queda dicho– si queremos creer en la ciencia: la ciencia no está hecha para creer sino para dudar, para poner en duda, para ensayar y errar y ensayar de nuevo. En ella creer –o creer en ella– es un contrasentido, como bien lo muestran las idas y venidas de médicos y asimilados este último año, sus órdenes tan contradictorias.

El bien está por verse. Entre los interminables, indisimulables males de la peste, pocos me impresionan tanto como el triunfo del talante conservador. Hace unos meses lo escribí pensando que me pasaba sobre todo a mí; ahora compruebo que es de lo más común.

El conservador se define por una idea rectora: que las cosas –tu vida, por ejemplo– eran mejores antes y que vale la pena hacer todo lo posible para volver a vivir como entonces. Aunque resulte duro reconocerlo, ¿no es la esencia de nuestros pensamientos ahora mismo? ¿No nos pasamos las horas y las horas imaginando ese momento en que podamos volver a circular, encontrarnos sin miedo, revolear las telitas de la cara, seducirnos, pelearnos, pensar en cosas que sí valgan la pena? ¿No nos domina la idea de volver a aquellos días, felices sin saberlo? Nostálgic0s, descubrimos de pronto la belleza de lo que ya pasó y ansiamos recuperarlo: somos conservadores –y es triste, levemente humillante.

Y es un peligro: la idealización del pasado siempre produce presentes aún peores que ese pasado idealizado. Es el peligro de que, en ese retorno, nos parezca necesario recuperar todo el paquete: que compremos, por ejemplo, el recuerdo de un mundo delicioso donde las iglesias de Roma estaban tan abiertas y su dios nos guardaba de cualquier desgracia, y que empecemos a pedirle disculpas –de rodillas, claro, de rodillas– por haberlo olvidado.

Peores cosas hemos hecho en los últimos 618.127 días.


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