Viernes 26 de abril de 2024
16 NOV 2021 - 09:53 | Opinión

Para contar una historia

¿Qué decirles a unos jóvenes que, pudiendo elegir, quieren ser periodistas?

¿Qué decirles a unos jóvenes que, pudiendo elegir, quieren ser periodistas? Hace unos días me tocó hablar en la entrega de diplomas de dos promociones -la 33 y la 34- del master de Periodismo de El País. Y después, pese a todo, pensé en reproducir aquí lo que dije entonces, un intento de síntesis de ciertas ideas sobre el periodismo.

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Hoy querría, como es lógico, contarles una historia.

Supongamos que esto fuera una columna o una nota –o, como dicen aquí y ahora, una pieza, en otra maravillosa demostración de la vitalidad del castellano en general –y del periodistiqués en particular– para imitar al inglés americano.

Pero, digo: supongamos que yo tuviera que escribir algo sobre esta situación. Entonces aquí viene la famosa pregunta retórica: ¿qué haría en ese caso? Lo primero, supongo, sería pensar qué quiero contar. Y, enseguida, pensar cómo, desde dónde. O sea: encontrar un foco y un punto de vista.

El foco, digamos, está claro: aquí hay unas treinta personas que acaban de terminar un viaje que los convirtió, queremos creer, en periodistas. Y otras treinta que están en la mitad de ese trayecto, y treinta más que lo empiezan ahora. O sea que aquí hay casi cien personas que quieren ser periodistas. Si esto no alcanza para salir corriendo muerto de miedo o de sorpresa, por lo menos debería alcanzar para decidir qué hacer. El foco, para empezar, parece claro: tratar de averiguar por qué alguien podría querer semejante cosa.

Uno tiene, por supuesto, sus prejuicios –que debería dejar de lado. Conocerlos, primero, para poder manejarlos. Yo recuerdo que empecé a pensar en ser periodista porque cuando era chico me fascinaban los periodistas: porque en mi casa, cuando tenía diez o doce años, venían a cenar algunos periodistas amigos de mis padres y yo me quedaba escuchándolos horas y horas. Es cierto que eran de esos periodistas –argentinos, sí, pero no son solo los argentinos– que consiguen contarte las cosas de la política como si estuvieran en el centro de todo, como si les estuvieran sucediendo a ellos. Y a mí eso, antes de hartarme, me encandilaba.

Lo hice, también, supongo, porque cuando era chico pocas cosas me gustaban más que leer, y leer esas revistas de los años ’60, tan repletas de textos, de historias, de recursos y astucias me llenaba de gusto. Y lo hice, también, porque no era necesario decidirlo: porque, a diferencia de lo que pasa ahora, uno podía hacerse periodista casi sin querer, sin meterse en una carrera, porque tenías algún amigo o pasabas por ahí o querías terminar una novela.

Pero bueno, esos son mis pre juicios o pre misas sobre por qué alguien podría querer hacerse periodista, y les decía que el primer paso de cualquier reportaje o artículo o pieza debería consistir en dejarlos de lado. No es fácil. Pero, para intentarlo, yo, ahora, tendría que dejarme de hablar –es tan bueno cuando los periodistas nos dejamos de hablar– y empezar a escucharlos: empezar a preguntar a cada uno de ustedes por qué cuernos se les ocurrió meterse en semejante cosa. Preguntarles, disfrutar escuchando sus respuestas. Eso es, más que nada, el periodismo: disfrutar escuchando, ese placer de averiguar lo que uno creía que sabía y no sabía.

Así que voy a querer saber qué fantasías, qué datos, qué historias, qué ilusiones los llevaron a imaginar que se podían pasar la vida haciendo esto. Es más: a imaginar que su vida va a ser mejor si se la pasan haciendo esto. Supongo que la primera –espero que la primera– razón será la curiosidad: las ganas de conocer y de contar, esa pulsión rara que no te deja tranquilo hasta que tienes la sensación de que has entendido algo y, por lo tanto, ya puedes contarlo. Pero también puede ser por espíritu de aventura –aunque después la aventura no siempre sea la que uno imaginó. O para encontrar una forma de salir al mundo –o, incluso, de intentar mejorarlo: es una ilusión vaporosa pero yo creo que, aun sabiendo que lo es, sin ella nada termina de valer la pena. Y el periodismo, artero como es, de vez en cuando consigue convencerte de que lo estás haciendo.

Lo bueno, en todo caso, me imagino, es que nadie o casi nadie me dará las respuestas más temidas. Porque, convengamos, nadie o casi nadie que no sea un poco bobo se hace periodista para hacerse rico –y eso ya es un baremo de excelencia. Quizá sí para hacerse un poco poderoso, pero sería una de las formas menos violentas del poder –y menos poderosas. Y aunque hay algunos que lo hacen porque no se les ocurre otra cosa, no es lo más común. Y menos aquí, en este máster, donde ya se les ocurrió alguna otra cosa y después eligieron esta.

En fin, que cada uno me contará alguna pequeña historia sobre cómo y por qué se le ocurrió ser periodista, y yo tendré que elegir para mi nota cuatro o cinco que sean, a la vez, peculiares, atractivas e ilustrativas de las varias tendencias. Y después tendré que preguntarles –a los que ya se van– qué diferencias han encontrado entre lo que imaginaban cuando llegaron y lo que realmente conocieron. Ahí, más allá de sus respuestas, quizás aproveche para pontificar un poco: siempre está el peligro de que el plumífero decida pontificar un poco y dicen que hay que evitarlo, pero yo no estoy seguro. O por lo menos no estoy seguro de saber hacerlo: yo sigo creyendo que, cuando uno escribe algo, es porque tiene ideas y quiere ponerlas en juego. Todo está, supongo, en saber manejarlo –en no ser manejado por esas ideas– y, quizás, en que no se note demasiado.

Así que ahí aprovecharé para decir un par de cosas sobre el periodismo que me gusta –y, entonces, el punto de vista de mi nota quedará más descubierto: será, si acaso, el de un periodista que aprovecha que debe contar una ceremonia como esta para decir un par de cosas sobre el periodismo. Diré, entonces, que para mí el periodismo es tan difícilmente simple: consiste en averiguar algo, pensarlo, averiguar más, asegurarse de que sea verdad, repensarlo –y tratar de contarlo. Que los temas varían, los enfoques varían, las técnicas varían cada vez más pero el principio sigue siendo el mismo: averiguar, pensarlo, contarlo.

Siempre teniendo en cuenta que averiguar no es esperar que te lo digan.

Y pensarlo no es rebuscar en los lugares comunes.

Y contarlo no es consignarlo como un notario tuerto..

Y que es cierto que son tiempos complicados para el periodismo, como siempre. “Le tocaron, como a todos los hombres, tiempos difíciles en que vivir”, escribió Borges hace más de medio siglo, y yo lo repito sin parar. Tiempos difíciles, sí, pero interesantes. Una crisis: la de los grandes medios clásicos del siglo XX –como este–, que ya no ocupan el lugar que ocupaban en estas sociedades donde la información y los mensajes circulan de docenas de maneras nuevas. Esos grandes medios nacionales, que se postulaban –y se aceptaban– como centros de la verdad y la confianza, ya no siempre lo son, y están tratando de redefinir su lugar. Entonces, como guardan todavía un peso importante, a veces nos convencen de que su crisis es la crisis del periodismo. No; es la crisis de una forma de transmitir el periodismo, ahora descentrada por la aparición de otras.

Pero por eso los grandes medios preocupados tienen, a veces, demasiado miedo, más que el necesario. A veces sus editores creen que su trabajo es tener miedo, alejarse de las innovaciones que les puedan traer problemas –menos control, menos lectores. Aprovechemos que para eso están ellos, no hagamos su trabajo: trabajemos sin miedo y busquemos, busquemos, busquemos.

Porque las técnicas nuevas, como siempre, permiten intentos nuevos, audacias nuevas. Perdonen que lo diga con esta pompa –que, por supuesto, voy a tratar de rebajar en la nota– pero creo que nunca fue tan fácil como ahora intentar cosas en el periodismo. Los grandes medios están muy bien, pero también hay mucha vida fuera de ellos. Cuando yo tenía veintitantos intenté, como todos, inventar revistas. Era muy complicado: antes de salir había que conseguir mucha plata, máquinas, diseñadores, una imprenta, un circuito de distribución. Ahora para salir alcanza con tener un word press y algo distinto que mostrar, que decir, que contar. No es fácil, pero es tanto más fácil.

En fin, que tendré que cerrar el inciso y volver a mi nota: qué les preocupa, les voy a preguntar, para avanzar en ella. Y supongo que muchos me dirán que conseguir trabajo y yo, para mí, me diré que claro, que eso siempre pero que pocas medallas les darán más chances que esta que están por colgarse en la solapa, que no jodan.

Y supongo que otros –o los mismos– me dirán que lo que les preocupa es poder hacer bien su trabajo. Que deben encontrar maneras, un estilo, formas de contar y cosas que contar y esos me interesarán más y, si acaso, mientras los entreviste, como quien no quiere la cosa, a alguno le diré que robe, que todo está en robar sabiendo, eligiendo a quién y qué se roba: que no hay forma de construirse un estilo que no pase por imitar otros estilos, encontrar en los textos y los modos de otros aquello que querríamos usar y usarlo, apropiárselo, y ojalá, con el tiempo, conseguir, en la mezcla de todos esos trozos ajenos, algo propio.

Y que para eso no hay más remedio –no hay mejor, más agradable remedio– que leer, leer mucho, leer con avaricia. Y que nunca entendí cómo hay personas que quieren contar –no escribir, contar, en cualquier medio– pero no leen, que es como alguien que quisiera tocar la guitarra y no escuchara música: que, simplemente, no sabrían qué hacer con ella.

Y algunos, incluso, me dirán que les preocupa cómo hacerlo con la justicia que querrían. Y yo no lo diré pero sí pensaré que eso no es tan complicado: que sí hay que sacudirse esa idea escolar de que uno podría ser “objetivo”; que no hay tal cosa, que toda nota es un relato y por lo tanto tiene un relator, alguien que, con su mejor buena fe, decide qué es lo que vale la pena contar y qué no y que, por lo tanto, está usando su subjetividad para definirlo. Y que entonces lo que importa, sí, es ser honesto. Y que se habla mucho de la ética como si fuera algo difícil que hubiera que aprender. Lo difícil es ser bueno. Ser ético es fácil: alcanza con ser decente y evitar los caminos demasiado cortos. No engañar, no engañarse, o algo así.

Y que no se preocupen demasiado por todo este zafarrancho de las fake news, que son un problema pero siempre existieron y siempre tuvimos que pelear contra ellas. Que ahora parece que fueran algo nuevo, propio de nuestros tiempos, porque hubo un presidente en Estados Unidos que las usó con más descaro o más cinismo que los anteriores y entonces todos hicimos como si acabaran de aparecer. Pero que no se olviden de la historia, que en la propia Estados Unidos los medios contaron en 2003 que Irán tenía armas de destrucción masiva, o aquí en 2004 que el atentado de Atocha era de ETA, o en la Argentina en 1982 que les seguíamos ganando a los ingleses en las Malvinas –y después nos dicen que las fake news son algo nuevo.

Pero que seguramente de lo que hay que cuidarse es de caer en la tentación del clic, las fullerías del rating. Para lo cual seguramente cite a ese que insiste últimamente en que habría que hacer periodismo contra el público. O, por lo menos, no caer en esta tentación de hacerlo solo a favor de lo que suponemos que el público quiere, medido en clics. Y que hay mejores maneras de medir lo que vale la pena hacer en este oficio que los contadores de las grandes pantallas de las redacciones, y que habría que tratar de no caer en ese círculo vicioso según el cual te crees que te piden basura y entonces les das basura y entonces les enseñas a querer basura y entonces te piden más basura y entonces; que lo que vale la pena es seguir haciendo lo que creemos que vale la pena, no lo que creemos que esperan de nosotros. Que eso sería escribir contra el público o, mejor: a favor de un público que no siempre existe pero que queremos que exista, y hacer lo posible para que eso suceda.

Y, ya para ir terminando con la nota sobre esta ceremonia, al final no tendré más remedio que contar que hay un tarado que pretende hablarles desde un banquito solo porque está viejo y lleva más de 45 años dedicado a estas cosas. Y que tomará un momento para lanzarse a la actividad más antigua y clásica de los periodistas –que, como todo el mundo sabe, es quejarse del periodismo– y les dirá que el periodismo es muchísimo trabajo, porque nunca dejas de ejercerlo. Que él no sabe, pero tiene la fantasía de que un médico o un bancario salen de su consulta o su oficina y apagan el chip, y que en cambio un periodista casi nunca: que se necesitan muchas risas o muchos jadeos para que eso suceda.

Que si eres periodista, dirá –y yo lo citaré, que al fin y al cabo es lo más fácil– “te levantas y manoteas el teléfono y miras qué pasó en el mundo, mientras esperas que se haga el café para sentarte a leerlo con más calma en la tableta o el portátil. Y después te vas a tu trabajo –en una redacción o, cada vez más, en tu casa u, ojalá, en la calle– a seguir intentándolo. Y así te pasas el día y después, cuando termines la dizque jornada de trabajo, vas a seguir atento al teléfono y sus actualizaciones y sus noticias de última hora y eventualmente te vas a juntar con gente que las va a comentar y vas a aportar lo tuyo y vas a tomar notas –mentales, para que no se note. O vas a mirar el telediario o algún programa de debates o incluso Gran Hermano o el partido del Madrid con la idea de que ahí hay una nota. Y te vas a ir a dormir y al día siguiente te vas a despertar con las noticias del teléfono porque, en última instancia, gozas mucho con esa rara sensación de que todos hablan de algo que para ti es trabajo: que ellos lo comentan pero tú lo cuentas”.

Y eso, entonces, le permitirá engarzar con el final de su charla –que podría ser, eventualmente, el final de mi nota–: que les ha preguntado y ha notado que algunos de ustedes no terminaban de recordar que eran privilegiados: muy privilegiados. No solo porque están en este lugar, al que solo acceden los buenos, y porque, por haber estado aquí, podrán ejercer con ventaja su nueva profesión. Son privilegiados sobre todo porque es probable que se pasen muchos años haciendo lo que querían hacer, lo que eligieron. Parece una obviedad, pero es algo raro, en todos los sentidos de la palabra raro. No hay cifras precisas –y yo siempre las extraño–, pero es probable que nueve de cada diez personas, digamos, habría que confirmar, no tengan este privilegio: que piensen el trabajo como un tiempo que entregan a cambio del dinero que les permita hacer lo que realmente les gusta en su famoso “tiempo libre”. Ustedes no.

Ustedes, les dirá, harán lo que eligieron hacer, lo que les gusta. Y que él, que ya está grande, sabe que ese es el mayor privilegio que alguien puede tener en esta vida.

Aprovéchenlo, por favor, que vale la pena.

Muchas gracias, y mucha suerte.

 

PUBLICADO EN CHACHARA.ORG