Jueves 28 de marzo de 2024
11 APR 2020 - 16:28 | Opinión

La maldición de tener tiempo

Como se conjugan la lectura, los lectores y el tiempo en momentos de cuarentena.

En un episodio de la serie La dimensión desconocida (1959), encontramos a Henry Bemis, un hombre dispuesto a no desperdiciar un minuto para poder leer, lo que enoja tanto al gerente del banco donde trabaja como a su esposa.

Henry no tiene muchas posibilidades de dedicarse a la lectura ni en el espacio productivo ni en el de descanso, aunque insiste, siempre insiste. El capítulo se llama Time enough at last (algo asi como “Tiempo suficiente, al fin”) y relata cómo el empleado bancario termina siendo el único sobreviviente de un cataclismo nuclear, con todos los libros de la biblioteca pública a su disposición.

El desenlace lo muestra feliz, solo entre las ruinas con sus volúmenes apilados y ordenados, cuando se le rompen los gruesos anteojos que necesita para poder ver.

La tragedia de Henry Bemis es querer, tener la oportunidad y no poder. Ahora bien, ¿qué pasa cuando uno tiene la oportunidad y descubre que ya no quiere más?

En estos días escribí en Facebook que, desde el inicio del aislamiento social obligatorio, apenas he podido leer. A duras penas terminé un libro (que me encantó, dicho sea de paso), cuando habitualmente soy una lectora compulsiva, como Henry Bemis.

Para mi sorpresa, no soy la única: recibí una buena cantidad de comentarios por parte de amigos a los que les sucedía lo mismo.

Entre los aportes que me hicieron, figura el capítulo mencionado de La dimensión desconocida y una entrevista a la psicoanalista Alexandra Kohan en la revista Mate , que pueden ayudar a entender qué nos pasa. 

Kohan dice que, con el coronavirus, “rápidamente entendimos que para leer no se requiere solamente tiempo, sino toda una disposición que, según creo, tiene que ver con silenciar el mundo, silenciar sus demandas y habitar la soledad como refugio, aislarnos del mundo mientras el mundo sigue funcionando. Hoy es al revés: el mundo nos silenció a nosotros, el mundo se detuvo y nosotros quedamos pedaleando en el aire”. 

Como Henry Bemis, nos metimos en la bóveda del banco con la convicción de que habíamos encontrado la jugarreta ideal para burlar al destino. Pero la jugarreta no sirvió, porque sin que nos diéramos cuenta, todo se modificó profundamente.

La condición de posibilidad de hundirme en el universo paralelo que es la literatura está afianzada en la convicción de que estoy sentado en mi silla, como ya había pensado el viejo Aristóteles al hablar de catarsis.

Sin embargo, ahora nos enteramos de que nos sacaron el banquito y nos dejaron solos con el traste al aire y todo el tiempo a disposición. No hay de dónde agarrarse. 

Hemos estado parados en la seguridad de que el tiempo es un bien escaso. Bemis aprovecha la hora del almuerzo para leer; cualquiera de nosotros el fin de semana, las vacaciones, un viaje largo, la espera en el dentista. Robarle tiempo al tiempo es parte del juego.

Y ahora venimos a descubrir que se volvió chicle, como los relojes de Dalí, y que no hay nada que robar. No hay límite temporal, porque nadie sabe cuándo será el fin de la cuarentena, cuándo aparecerá el pico de contagios, cuándo todo llegará a su fin.  

El psicólogo Gustavo Prat, hablando para Entrelineas.info de los numerosos encierros que el hombre ha construido a lo largo de la historia señala que esta situación es diferente porque  “es dinámica, no podemos prever demasiado hacia dónde vamos y no tenemos experiencia previa”.

La incertidumbre, otra vez, aquí, entre nosotros. Los lectores podemos dar cuenta de que más de una vez la literatura nos ha servido de escudo contra la angustia que provocan los sin sentidos de la vida. Pero ¿qué pasa cuando es la literatura la que entra en el rubro del sin sentido?

Frotamos la lámpara y el genio nos ha concedido el deseo de tiempo suficiente. Y hete aquí que eso nos ha generado un vacío que desconocemos, un vacío de refracta precisamente nuestro deseo profundo, que lo desvía en una dirección que (oh, horror) termina por pararnos sobre un puente, con las manos en las mejillas, a pedir a los gritos que nos devuelvan nuestra vida anterior y nuestra falta de tiempo.