Viernes 19 de abril de 2024
04 FEB 2021 - 20:31 | Sociedad

En primera persona: la historia de un viaje de 36 horas a Mar de Ajó en la década del 50

La travesía fue relatada por un turista y ocurrió en 1952. Fallas técnicas, lluvias intensas, crecida del mar y una anécdota que pasó generaciones.

Micro de la empresa San Miguel encajado producto de la crecida del mar, foto de los años 50, publicada por Adriana Pisana en su libro “Desierto de mar: historias de otros tiempos en las playas de ajó”

La revista Colectibondi publicó el relato de un lector que en el verano de 1952 junto a sus hermanas y un primo decidieron vacacionar en Mar de Ajó.

La crónica del viaje de vacaciones narrado en primera persona por César Carballeda, fue publicada en 2013 por BusArg y cuenta cómo fue el recorrido.

Les escribo para contarles un viaje-odisea a Mar de Ajó en el año 1952. Mi hermana mayor se encargaba de programar las vacaciones y los destinos. Ese año se le ocurrió visitar Mar de Ajó, pues tenía referencias de sus hermosas playas. Fue así que un mes de enero, con mi otra hermana, una amiga de ellas y mi primo hermano Rogelio que tenía 15 años, salimos de viaje rumbo a esas playas.

Mi hermana había sacado los pasajes en la empresa San Miguel, que salía de la calle Güemes, a una o dos cuadras de Plaza Italia. Debíamos viajar a las 23.30 hs. Yo vivía en el pasaje La Fronda entre Gavilán y Boyacá. A las 22 hs mi padre, siempre preocupado por estar a horario, dio la orden de partir; fue a buscar dos taxis y nos repartimos los cinco que viajábamos y mis padres.

A la hora de salir de casa empezaron los truenos y relámpagos que anunciaban una gran tormenta. Llegamos a la estación de Güemes.

Esperamos un tiempo largo, pues habíamos llegado un poco temprano. De pronto ingresó un micro frontal, con puertas plegables a derecha e izquierda, con capacidad de 28 pasajeros sentados, puerta de emergencia trasera con dos ventanitas a cada lado de la misma. Era amarillo en el techo y verde abajo tenía portaequipaje en el techo y la correspondiente escalerita a la derecha de la puerta trasera, la cual permitía subir el equipaje.

Empezaron a cargar el portaequipaje: primero con cajones de bebidas y distintas provisiones para el hotel San Miguel, propietario de la empresa de transporte de pasajeros. Una vez que completaron esta carga, llegó el turno de nuestros equipajes.

Terminaron con esto cerca de las 23.25, se acomodó el pasaje y como al costado de nuestro micro había otro, marca Chevrolet, motor delantero, modelo 1947, el nuestro tuvo que salir de culata.

Cuando estuvimos por fin en la calle Güemes, se largó una lluvia torrencial. La lluvia era tan intensa que los pasajeros que estaban en los últimos asientos tuvieron que venir para la parte delantera, porque filtraba agua por el techo. El micro era una catramina lenta y tardamos una eternidad en llegar a la ruta 2.

Como a las 3 de la mañana vimos unas luces: eran las de Atalaya. El cansancio y el sueño hicieron que el pasaje viera este parador como un oasis en el desierto. Los chóferes anunciaron que parábamos 15 minutos y todo el pasaje bajó no solo para comer las deliciosas medialunas y tomar un café con leche, sino también para hacer sus necesidades fisiológicas.

Transcurridos esos minutos, reemprendimos el viaje y, a las 7 de la mañana, llegamos al parador de Dolores. Allí estaban, estacionados, varios micros de la Río de la Plata y un Leyland imponente, frontal, de color azul, de la Empresa El Alba. Todos tenían con destino a las playas de Ajó.

Desayunamos y los chóferes decidieron partir a pesar de las advertencias que les hicieron los colegas de las otras compañías sobre la ruta de tierra que comenzaba solo a dos kilómetros del parador, una vez que se cruzaban las vías ferroviarias: estaba intransitable.

Pero nuestro micro debía seguir, pues llevaba las provisiones para el hotel. Tras los dos kilómetros de asfalto, llegó la tierra y el comienzo de la odisea. Era un barrial impresionante que, a poco de abordarlo el micro se encajó. Para sorpresa del pasaje, aparecieron paisanos a caballo que lo sacaron del empantanamiento.

Hicimos unos cuantos kilómetros bailando de un lado a otro por la huella, hasta que se rompió un palier. Parados en el medio del campo, uno de los chóferes abordó un carro que pasaba por el lugar para ir a buscar un palier de reemplazo. Luego de dos horas de espera, volvió acompañado de un mecánico que colocó el palier nuevo y seguimos viaje.

Ya estábamos cerca del mediodía cuando se volvió a encajar. Los chóferes pidieron al pasaje que se baje para empujar el micro. Reanudamos el viaje; a cada tanto nos encajábamos en el barro, pero aparecían los paisanos, nos sacaban y se repetía la historia hasta que, por fin, divisamos un caserío a la derecha del camino, una iglesia, una pulpería, y otras dos o tres casitas más. Paramos en la pulpería para alimentarnos, estábamos en Villa Roch, poco antes de General Conesa.

Reanudamos el viaje y a pocos metros cruzamos un arroyo, a través de un viejo puente que crujía bajo las ruedas del micro. Seguimos haciendo kilómetros, encajándonos y siendo liberados por los paisanos hasta que empezó a caer la noche. A eso de las 21 hs, con el pasaje cansado y hambriento, el micro se encajó poco después de pasar el cementerio de General Lavalle, en el cruce de la ruta en el cual se debía tomar a la derecha para hacer unos 20 kilómetros, para luego doblar a la izquierda y rumbear para el acceso a la playa por Santa Teresita.

Los chóferes nos dijeron que iban a General Lavalle, para llamar al hotel e informarles que estaban retrasados por el estado de la ruta. El tiempo pasó, los chóferes no regresaron y entonces los hombres del pasaje decidieron ir a la entrada de una estancia a un kilómetro de la ruta, contar lo que nos pasaba y pedir que los acercaran a General Lavalle para localizar a los chóferes.

Mientras esto sucedía, la gente gaucha de la estancia le dijo al pasaje que bajara, que nos iban a preparar corderito asado hasta tanto pudiésemos reanudar el viaje. Las mujeres nos hicieron subir a mí y a mi primo al portaequipaje para bajar los cajones de bebida y así aportar algo al asado gratuito que nos brindaban los lugareños. Disfrutamos de un hermoso asado, volvimos al micro como a las 3 de la mañana y a eso de las 8 am llegaron los hombres trayendo por la fuerza a los choferes que se habían ido a dormir a un hotel de General Lavalle.

Los paisanos desencajaron el micro y re-emprendimos el viaje. Llegamos a la playa de Santa Teresita y tuvimos que esperar que bajara la marea –los chóferes tenían una tabla con el horario de las mareas– para reiniciar el viaje esta vez a través de la playa. Cruzamos por debajo del muelle de pescadores que aún se conserva en Santa Teresita, seguimos varios kilómetros por la playa hasta que en el medio de los médanos apareció, por fin, la figura del Hotel San Miguel, un hermoso edificio de dos o tres pisos y techo de tejas.

Allí paró el micro para descargar lo que había quedado de las provisiones y seguir hasta Mar de Ajó. Al mediodía llegamos a destino, ¡luego de treinta y seis (36) horas de viaje! Mi hermana le preguntó a un lugareño donde estaba la parada de taxis y éste le señaló un sulky de carrocería de paja: ése era el taxi.

Ocupamos tres sulkys, dos para los pasajeros y el restante para el baúl de mi primo. Debíamos ir a la hostería “El Caballito Blanco” que está a unos dos kilómetros del pueblo en dirección a Pinamar. En ese paraje estaba esta hostería, el Hotel Silvio, la comisaría y una casa que era la curiosidad de la gente pues se asemejaba a un barco.

Cuando le contaba a mis hijos y a conocidos que habíamos tardado 36 horas en llegar a Mar de Ajó no lo podían llegar a entender. Claro, como iban a creerlo si hoy se viaja en muy pocas horas.

Odisea aparte, este viaje fue, es y será un recuerdo imborrable mientras viva.