Viernes 19 de abril de 2024
21 JUN 2020 - 13:53 | Culturas

Para el Día del Padre, libros que hablan del padre

Cinco relatos de autores argentinos que hablan de sus padres: una relación que nunca es fácil pero que interpela a todos.

El tema del padre –no descubrimos nada con esto- ha sido central en la literatura. Sin necesidad de remontarnos a los relatos bíblicos, con el protagonismo exclusivo de la divinidad-padre, ni detenernos en la feroz “Carta al padre” de Franz Kafka, podemos revisar algunos libros argentinos de los últimos años que giran sobre la figura paterna. Oportunidad de saldar cuentas, recuperar infancias, entender hechos de la vida personal o justificar decisiones, las historias sobre los padres se suelen escribir en primera persona porque, al final, terminan hablando de uno mismo, de ese yo que en un momento equis de su vida puede empezar a hablar de su padre, de una buena vez. Por eso mismo las historias sobre el padre son historias de punto final, historias de arreglar cuentas, historias en las que el hijo va a terminar de (o empezar a) entenderse a sí mismo en y por el relato. 

Un comunista en calzoncillos: Claudia Piñeiro elige mirar al padre desde una protagonista adolescente. El padre es esa figura que contrapuntea al proceso de crecimiento: las amistades, la sexualidad, el entramado del mundo adulto, especialmente el político. Un verano y el subsiguiente otoño ubican el relato en dos ámbitos caros a la representación de la adolescencia: el club y la escuela. Frente a ellos, la contraparte de la casa familiar. En el cruce de estos universos es donde se ubica el dilema de la protagonista, tironeada por “agradarle a él o agradarle a mis amigas, que me quisiera mi padre o que me quisieran ellas. Quedarme huérfana o quedarme sola”. 

Pero, además, el año del relato es 1976, por lo que el afuera entra con su carga de ferocidad entrevista, anticipada por unos y negada por otros. 

Mi libro enterrado: Mauro Libertella recupera en esta nouvelle la figura de su padre, el escritor

Héctor Libertella, y lo hace desde el oficio común. Se ubica en los días previos a la muerte, los días en que la enfermedad hace estragos en un cuerpo ya deteriorado, “y, sin embargo, lo recuerdo todo con levedad y ternura, sin estridencias”. Levedad, ternura y falta de estridencias: ese es el tono con el que el hijo mira morir a su padre y hereda no solo sus manuscritos sino el hombre que él va a ser. 

En un apartado cuenta cómo, después de que su padre falleciera, se aficionó a leer historias sobre la muerte de los padres. Y allí propone que “todos estos relatos son únicos –ponen en abismo un anecdotario intransferible- al tiempo que están condenados a la universalización”, esto es, por más marcados que estén por lo autobiográfico, terminarán hablándonos a todos de nosotros mismos. 

El epílogo es un relato en sí mismo, un cuento corto que tiene la potencia de la descripción de un entierro similar a miles de entierros, con un desenlace que roza la estridencia, la cursilería y todos los vicios posibles, sin caer en ninguno de ellos para generar un final de esos que te dejan suspenso, sin poder cerrar el libro. Y agradeciendo. 

El salto de papá: Martín Sivak es periodista y en ese registro reconstruye la historia de su padre Jorge, hermano de quien había sido víctima del secuestro más sonado de la década de 1980. Hay mucho jugo para sacar del libro si alguien quiere recobrar esos años de la historia argentina, porque la familia Sivak era dueña de uno de los bancos más prestigiosos del país. Jorge fue guerrillero urbano, defensor de presos políticos, detenido durante la dictadura y exiliado. Un “banquero comunista”, hincha de Indpendiente. 
 El salto al que alude el título es literal: “Antes de tirarse de palito de un piso dieciséis, papá se despidió de la clase obrera argentina. Un grupo de albañiles que levantaba el hotel Hyatt a treinta metros no le retribuyó el saludo. Intentó detenerlo con gritos cuando puso el pie sobre el alféizar de la ventana. Les mostró la palma derecha y una media sonrisa. Soltó un berrido y se dejó caer”, es lo primero que se lee al abrir el capítulo que, en una voltereta, se llama “UNO.FINAL”. 

La ley de la ferocidad: Pablo Ramos narra cómo Gabriel, el protagonista, atraviesa los tres días y las dos noche que dura el velorio de su padre –hay que esperar a un pariente que viene de Italia- en un raid que incluye drogas, alcohol, sexo y muchas deudas a saldar. Ha sido el pibe de un barrio de obreros, y ahora es un empresario rico que, como hijo mayor, debe hacerse cargo de los ritos de esos tres días previos a la cremación. Hacerse cargo, también, de su vida y de su relación con su viejo. 

Gabriel regresa al barrio pobre del conurbano donde se crio; viene de la Capital, histórica partición que es algo más que un límite geográfico o un dato administrativo. Porque en esta historia del interior del protagonista tan importante como eso es el escenario de la Argentina noventosa, la Argentina partida en pedazos. 

El hijo judío: Daniel Guebel sí toma en cuenta la “Carta al padre” de Kafka y desde ella escribe esta novela, en la que el autor checo también es un padre con el que saldar cuentas. El cinturón de cuero como destino ineludible de las noches, “cuando llegue tu padre” es castigo menor a la tortura psíquica que le impone la madre:  "Yo le rogaba, por favor, le decía, por favor, pegame vos, ahora. Pero ella, que no. Que esperara. Lo que se abría a partir de aquellas situaciones era la sensación de una inminencia que demoraba horas en cumplirse: la angustia se estiraba interminablemente en la anticipación de un castigo que yo imploraba se realizara de inmediato".

El recuerdo de la infancia sufrida contrapuntea con el momento en que el hijo es adulto y el padre, un hombre viejo y enfermo. Los roles se han cambiado: el hijo es quien tiene que cuidar al padre. Y, junto con el deber de cuidado está el de la escritura: "Padre. Escribí estas páginas, que te descubren y te velan, para que sobrevivas.

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