Sábado 20 de abril de 2024
08 NOV 2020 - 13:02 | Opinión

Salud, Pino

Gracias a la generosidad de Martín Caparrós, uno de los principales periodistas, escritores e historiadores de habla hispana, en ENTRELÍNEAS.info podremos disfrutar de los textos que el intelectual argentino publica en Cháchara.org. Este domingo, una preciosa despedida a Pino Solanas.

Fernando Pino Solanas murió el viernes en París. Martín Caparrós lo despide con un texto acorde a una de las principales plumas de la crónica.

PUBLICADO EN CHÁCHARA.ORG

La pasó bien. Lo primero que se me ocurre pensar cuando veo que se murió es eso: que la pasó bien. Es curioso que en esa frase habitual sobre el placer esté la idea de pasado: la pasó bien –sí, pero pasó.

Pino Solanas, creo, la pasó bien. Vivió 84 años, hizo cosas que quiso, lo quisieron. Tocaba el piano, escribía, comía y bebía, seducía, hacía películas: algunas de esas películas fueron originales, algunas tuvieron mucho público, algunas fueron originales y tuvieron mucho público. Y algunas fueron, un poco más allá, la prueba de que lo que le importaba de verdad era hacerlas: las últimas, tan radicalmente políticas. La política fue un eje de su vida: fue diputado, senador, candidato a otras cosas; se podría pensar que no consiguió mucho, pero en eso consiste la política: el arte de buscar, seguir buscando.

Mis primeros recuerdos de Pino son políticos: año ’70, quizá, ’69, dictadura de algún general y esas tardes de sábado en que íbamos, coche de mi padre, a algún suburbio perdido, alguna villa, a proyectar en un ranchito o capilla o club de barrio su primera película. “La Hora de los hornos marca la aparición de un cine político completamente diferente de todo lo que conocimos hasta ahora”, había dicho Le Monde cuando su estreno en Francia, en cines de verdad, un año antes. Pero esto era la Argentina y eran tiempos de clandestinidad y aparatos muy grandes: un proyector de 16 milímetros era mayor que muchos hornos, pero lo llevábamos en un secreto raro y servía para mostrar esa película que terminaba con varios minutos de la cara de Guevara muerto y la resolución de los espectadores de hacer lo necesario. Yo tenía 12, 13 años y también quería, y recuerdo con un escalofrío la mañana lluviosa en que los acompañé –siempre el Torino de mi padre– a recorrer Buenos Aires desierta por una huelga general y Pino en el asiento de atrás, casi acostado, filmándola con su cámara escondida.

Después vinieron esos años tan cacareados, los Setentas. Como otros intelectuales y artistas de izquierda, Pino se volvió muy peronista –sin por eso dejar de ser de Olivos. Era elegante, risueño, gustaba y lo sabía; sabía ser muy simpático, podía ser antipático. En esos años me lo cruzaba con frecuencia; yo era un chico y él un hombre conocido; a mí me daba orgullo conocerlo y que él me saludara. Él era entonces, seguía siendo, muy amigo de mi padre y yo era, entonces, para él, un sobrino lejano; nos volvimos cercanos unos años después, ya en París, ya en el exilio.

Yo tenía casi 20 años y quería hacer cine; Pino tenía 40 –recién ahora me doy cuenta de que la diferencia no era, al fin y al cabo, tanta– y lo hacía y precisaba un ayudante. Me “contrató”: durante un año o dos fui todos los días a trabajar con él –en su departamento del boulevard Beaumarchais, cerca de la Bastilla. Pino estaba preparando una película sobre la vida de Miguel Hernández, el gran poeta español, y yo lo ayudaba con las búsquedas, pasaba en limpio sus borradores de guión, los traducía al francés –y esperaba ansioso que empezara el rodaje. Mientras, ir a su casa era un placer: Pino vivía con Chunchuna Villafañe y las dos hijas de ella, Inés y Juana Molina adolescentes, y Juan Diego y Victoria, sus hijos, por supuesto. Yo me había vuelto, entonces, un sobrino cercano, rara la noche en que no me quedaba a cenar: fideos, muchas veces.

Ya faltaba poco para empezar con la película –donde yo sería su asistente y seguiría aprendiendo mi futuro oficio. El contrato que Pino había hecho con sus herederos –la viuda y el hijo– por los derechos de autor de los poemas que incluiría en la película establecía unos royalties por cantidad de espectadores y lo obligaba a mandarles el guión para que lo aprobaran. En la primavera del ’79 Josefina Manresa escribió para decir que ya lo había mirado, que quería que Pino fuera a verla. Fuimos en un citroen 2CV que, con el viento a favor, conseguía llegar a los 90 kilómetros por hora –con viento en contra no pasaba de 50–, pero comíamos y bebíamos con gusto.

Paramos primero en Orihuela para filmar –bajo la lluvia, con otra cámara de mano– una procesión de Semana Santa para incluir en la película; después, por fin, fuimos a ver a la familia del poeta. La viuda vivía en uno de esos edificios de ladrillo visto con que el franquismo arruinó las ciudades españolas en los años 60: calle de los Desamparados, Elche. Era una mujer chiquita vestida de negro que, tras abrirnos, volvió a su asiento y su tejido; en la pared justo detrás un afiche reproducía un poema que su marido le había escrito en la guerra: “Morena de altas torres, alta luz y ojos altos,/ esposa de mi piel, gran trago de mi vida,/ tus pechos locos crecen hacia mí dando saltos/ de cierva concebida” –decía, y parecía imposible que esa morena fuera ella. Más, cuando empezó a hablar: sacó el guión que Pino le había mandado para su revisión y, seria, seca, le mostró cómo había tachado todas las escenas donde había siquiera un roce de manos entre “ella” –en la película, Ángela Molina– y “él” –José Luis Gómez. Pino no sabía qué decir: la película, así, no podría hacerse.

Fue entonces cuando llegó el otro heredero: Miguel Hernández Manresa, el protagonista de las Nanas de la Cebolla –“En la cuna del hambre/ mi niño estaba./ Con sangre de cebolla/ se amamantaba”–, era un macarra de treinta y tantos años y pantalón de terciopelo, camisa abierta sobre el pecho, botas con puntas de metal, mucha gomina. En cuanto entró entendió lo que pasaba; le dijo a Pino que quería decirle algo y se lo llevó a un rincón del saloncito; yo los seguí en silencio.

–No hagáis caso a mi madre, ya está muy mayor. No, lo que tenéis que hacer en la película es poner mucha tía en pelotas, para que vaya gente al cine…

Dijo, y después nos invitó a cenar. Durante días comentamos que la historia que había que filmar no era la del poeta sino, quizá, la de su descendencia. La película, al final, no se hizo: el productor español se retiró a último momento y casi dos años de trabajo se fueron a los caños. Fue la primera gran lección que me dio Pino: el cine es un arte demasiado dependiente –y unas hojas de papel no te las quita nadie: yo, entonces, decidí dedicarme a la escritura. Fue, de algún modo, culpa suya.

Pero Pino nunca se rindió. Un par de años más tarde me volvió a convocar: yo ya vivía en Madrid cuando me pidió que fuera a París dos o tres meses para un intento casi desesperado. Había que escribir, en ese tiempo, un guión de una película para presentarlo a no recuerdo qué premio francés que le daría la posibilidad de producirla. Había que hacerlo rápido: Pino armó una armada Brancaleone formada por Carlos del Peral, un compositor y escritor de peso en los ‘60, y él y yo. Nos instalamos en su departamento muy vacío: Chunchuna y las chicas se habían ido y no quedaban casi muebles. Carlos y yo dormíamos en dos cuartos desnudos, colchones en el suelo, y trabajábamos trece o catorce horas por día: era tan parecido a un taller clandestino, salvo por la alegría. Cada mañana Pino nos contaba sus ideas de escenas –que, muchas veces, estaban teñidas por su separación tan reciente– y entonces Carlos las escribía, yo las traducía, él las revisaba y reescribía. Así, el guión estuvo listo a tiempo –pero tuvo que esperar unos años para convertirse, con modificaciones, en El exilio de Gardel.

Y así de seguido: disculpen que hable de mí, pero recordar a Pino es recordar mi vida –y Pino era, además, lo que me quedaba de mi padre. Ya a fines de los ’80 lo seguí en esa rara patriada de transformar las Galerías Pacífico en un gran centro cultural autofinanciado –que tampoco funcionó y que marcó, de algún modo, su entrada en la política política argentina. Y en 1990 me llevó a la cárcel de Ushuaia y me disfrazó de cura para actuar en su película siguiente, El viaje, que lo llevó a conocer a Angela y quedarse con ella hasta el final. Y después lo ayudé en un par de campañas –aunque nunca estuvimos del todo de acuerdo, pero eso era lo interesante– y fuimos vecinos y quisimos cosas juntos y hace dos años me llenó de orgullo con su discurso final a favor del aborto –“que nadie se deje llevar por la cultura de la derrota”– y no hace un mes nos prometimos uno de aquellos vinos en su nueva casa, otra vez en París como hace tanto. Pero no: esta mañana supe que había muerto.

Creo que vivió bien, la pasó bien –con sus chistes malos y sus arranques de cariño, con su arbitrariedad y sus caprichos, con su nacionalismo que me ponía de los nervios, con ese acento de porteño viejo ligeramente cajetilla y su aspecto a juego. Fue una parte de esa Argentina que ya no es pero que quiere seguir siendo. Y es cierto que le quedaron muchas cosas por hacer: eso es lo que te pasa, creo, cuando tu vida valió la pena de vivirla.