Viernes 26 de abril de 2024
30 MAR 2021 - 11:32 | Opinión
CHACHARA.ORG

Madrid, Buenos Aires, las derechas

Martín Caparrós plantea que las grandes capitales, a contramano de lo que generalmente sucede con los países que dirigen, siguen siendo “progres”, salvo las de España y Argentina.

Caparrós señala que Madrid podría convertirse en la primera gran capital occidental con un gobierno de derecha extrema en este siglo.

El que dijo aquello de que los números gobiernan al mundo quizás hablaba de esto: de pronto aparece un número redondo y miles se interesan por algo que un mes atrás ni recordaban. La Comuna de París, ahora, por ejemplo: se cumplen 150 años de ese intento y hay artículos, suspiros, remembranzas.

Es cierto que aquella Comuna los merece: no más hoy que el año pasado, octubre próximo. Que se la recuerde por un capricho calendario es, también, un signo de los tiempos: durante décadas fue una referencia siempre presente para esa izquierda que ya perdió sus referencias. Lo subraya una escena antigua que suele emocionarme: cuando Lenin y Trotski, dos varones tan serios, que acababan de derrocar al zar de Rusia, bailaron o bailotearon en la nieve porque su pequeña revolución había superado el tiempo –los 72 días– de la gran Comuna.

La Comuna de París, entonces, servía como ejemplo y enseñanza. La Comuna fue muchas cosas –talleres sin patrones, milicias de mujeres, curas en fuga, el poder repartido– y fue, también, escenario de una de las grandes batallas a las que no prestamos atención: el campo retrógrado contra la ciudad moderna. En esos días, en Francia, empezaba a haber elecciones más o menos generales –aunque, por supuesto, sin mujeres– y sus resultados se repetían una y otra vez: París y las ciudades grandes votaban a la izquierda republicana, el campo votaba a la derecha napoleónica. Esa derecha era una alianza –clásica– entre los más ricos y los campesinos conservadores, católicos, ligeramente brutos; esa derecha fue la que aplastó a la Comuna y gobernó su país durante décadas.

Ahora, el peso relativo de las ciudades y el campo cambió. En tiempos de la Comuna dos de cada tres franceses eran campesinos; ahora los europeos se reparten al revés: más de dos tercios son urbanos. Pero las diferencias se mantienen: uno de los fenómenos más curiosos de nuestras sociedades es que las ciudades importantes siguen siendo muy distintas de los países donde están.

En síntesis: que los votantes de las capitales votan más a la izquierda y eligen gobiernos más progres que los votantes del campo y las ciudades chicas y, en última instancia, que el conjunto de los votantes del país. El fenómeno es extraño. Porque en esas grandes ciudades, en general, se concentra también el poder de esos países, su dinero, sus ricos más ricos, sus medios influyentes, sus iglesias, sus ejércitos. Pero producen una circulación política y cultural que produce, a su vez, una masa crítica de personas que se opone a los dictados de esos poderes.

Así, esas capitales suelen ser raros oasis que supuestamente dirigen países con los que no están de acuerdo. Y sus habitantes tienen muchas veces la sensación de estar prisioneros en un mar de retrógrados.

Recíprocos, a menudo esos “retrógrados” odian a los pedantes capitalinos que parecen despreciarlos y los llevan por caminos que no querrían recorrer mientras viven –suponen– de su honrado trabajo. Los tratan de parásitos, los envidian un poco, los temen otro poco. Y los capitalinos se desesperan por tener que soportar gobiernos nacionales tanto más retrasados que sus gobiernos municipales –por la gansada de esos compatriotas.

Es, con sus matices, lo que sucede en Berlín con respecto a Alemania, en París con Francia, en Amsterdam con Holanda, en Londres con Inglaterra, en Bruselas con Bélgica, en Barcelona con Cataluña, en Nueva York con Estados Unidos, en Bogotá con Colombia, en México con México y así.

La digitalización de la vida –que la peste ha acelerado tanto– podría moderar estas diferencias: si la mayor parte de tu consumo cultural y tu trabajo e, incluso, tu vida de relación se vuelven virtuales, da lo mismo que lo hagas frente al Obelisco o rodeado de vacas. Y, al fin y al cabo, será eso lo que vaya moldeando tus ideas del mundo. Pero es un proceso largo –y azaroso. Mientras tanto, las grandes capitales siguen siendo “progres”, salvo un par. Son, curiosamente, las dos ciudades donde más he vivido, Madrid y Buenos Aires.

Buenos Aires es una ciudad falsa: tiene unos 15 millones de habitantes, pero solo cuentan, para elegir autoridades, menos de tres. El resto se define como Gran Buenos Aires o, ahora, AMBA –Área Metropolitana de Buenos Aires– y no participa en esas elecciones. Si lo hiciera, otros serían sus gobernantes; como no lo hace, los eligen los privilegiados que pueden vivir en sus zonas más caras, que llevan décadas eligiendo a la derecha.

Madrid es otra historia. “Si dejamos nuestras casas por la guerra/ nuestro hogar será el ínclito Madrid”, cantaba mi padre mientras se afeitaba: era un canto de los internacionalistas que habían ido a defenderla durante la Guerra Civil. Madrid era, entonces, un símbolo de las izquierdas del mundo; después, cuarenta años de franquismo y otros tantos de democracia rica consiguieron convertirla en un extraño grano derechista. Usaron, para eso, varios trucos: atrajeron a las grandes corporaciones, disminuyeron los impuestos, se cargaron las industrias, reemplazaron a los trabajadores locales –que votaban– por trabajadores inmigrantes –que no votan–, gentrificaron sin piedad.

Son esbozos: alguna vez habrá que terminar de entender por qué Madrid es una de las pocas capitales importantes más reaccionaria que su país -y empezar a encontrar los remedios. Dentro de un mes, otra vez Madrid deberá probar su condición: si las encuestas electorales son precisas –si el Partido Popular y Vox consiguen votos suficientes–, se convertiría en la primera gran capital occidental con un gobierno de derecha extrema en este siglo.

Será un capítulo nuevo –un capítulo inverso– de la batalla entre el campo y las ciudades, uno de los grandes conflictos ignorados de estos tiempos en que hacemos tantos esfuerzos por ignorar ciertos conflictos –mientras nos armamos, por supuesto, otros para disimularlo.

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